23 enero, 2015

Amor desordenado

Jorge  llevaba cinco minutos pensando en por qué había dicho lo que había dicho. Qué necesidad había. No podía estarse callado; tenía que mirarla a los ojos y decírselo. Tenía que ser ahí mismo, en el metro, delante de todos aquellos desconocidos, envalentonado en el anonimato, encaprichado del instante donde supo, con una certeza que no había tenido nunca, que la deseaba, que quería hacerle el amor en las infinitas esquinas de este mundo redondo. Donde le dijo, en un ataque de pueril adolescencia tardía: “Te quiero, Ana.”

Ana, reaccionó rápido: “Tengo que bajarme aquí, mañana hablamos”, le dijo mientras le plantaba el protocolario beso en la mejilla. A Jorge aún le quedaban unos minutos hasta casa.

No paraba de rememorar el momento. Intentando descifrar su rostro, intentando deducir de los detalles de su reacción cuál podría ser su respuesta.

Al pronunciar las palabras, Ana enmudeció; lo que era normal y no indicaba ni si le sentó bien ni mal, sólo sorpresa. Pero Jorge no pudo evitar pensar en cómo se le inflaron los ojos, como se humedecieron y le miraron con ternura, antes de cerrarse y volver a su expresión normal. Lo que fuera que pensó Ana fue rápido.

Y entonces, su parte más razonable, se dejó de sutilezas y, cómo sacado de un pozo negro, un pensamiento le heló hasta lo más hondo: “Si hubiese respondido positivamente no se hubiese bajado del metro.”  Qué estúpido había sido. Pensar que Ana le correspondería… Maldito Arturo y sus ideas.

****

Jorge llegaba tarde al trabajo, al sentarse en su puesto, se dio cuenta que Ana le hacía señas.

¿Dónde te has metido? Te espere un buen rato en el metro.

Gracias por cubrirme. Un consejo: cuando te digan que no metas un gato en una tostadora, hazles caso.

¿Pero qué ha pasado?

Llevaba bastantes días sin limpiar la tostadora, así que el gato debió oler algo que le gustó. Cuando llegué el gato corría en llamas por toda la habitación. En fin, una locura.

Bueno…ahora puedes fardar de ser la persona que ha estado más cerca de tener un pokemon. dijo Ana mientras volvía a machacar el teclado. Aún sonría cuando Jorge dejó de mirarla.

Sólo Ana podía soltar una parida así y seguir siendo la más guapa de la oficina. Al rato se levantó y fue a servirse un café. El café no le gustaba particularmente, y menos de aquella máquina infernal, pero desde allí podía observar a Ana. Podía ver cómo jugaba con el cable del teléfono, cómo mordisqueaba el bolígrafo con aquellos labios gruesos,  rosados, delicados, jugosos…

¡Jorge!

Hola, Arturo. Aparte de Ana y Arturo, Jorge no solía hablar con nadie más en aquel purgatorio; salvo la típica conversación sobre el tiempo, o la crisis.

Me ha contado Ana lo del gato, ¡ha tenido que ser la hostia!

Sí, sí… claro, Ana. Dios, tengo que conseguir quedar con ella.

Tio, ya estás otra vez embobado. ¿Por qué no le pides salir?

Jorge le miró sorprendido, al menos, intentó aparentar sorpresa.

¿Pero qué dices?

Si lo sabe media oficina. Dile de quedar y ya está. Si sale bien, genial, y si no, puedes pasar página de una vez y venirte conmigo al Coliseum.

Arturo llevaba años intentando llevar a Jorge a aquel burdel.

¿Tú crees?

Claro. Hombre, tendrás que vestirte mejor para que te dejen pasar a Arturo se le iluminaba la cara de pensar en aquel lugar—. No veas que mujeres.

No, no, me refería a Ana. ¿ Crees que ha oído esos chismorreos?

¿Qué si lo sabe? Seguro que está esperando a que se lo pidas.

****

Jorge aceleraba su Vespino, recorriendo las calles más rápido de lo que consideraba prudente.  La faja del esmoquin no le dejaba coger una postura cómoda mientras conducía la moto. En cualquier caso, llegaba más o menos puntual. Al bajarse y quitarse el casco, creyó oír el inicio de la música. Entró corriendo y al abrir las puertas Ana le esperaba, vestida de blanco, entallada… preciosa.

Llevas los anillos. Jorge asintió, intentando sobreponerse a la agitación del momento—.  Por un momento pensé que no llegabas.

Vamos Ana se agarró del brazo izquierdo y marcharon al son de la música. Cómo tantas veces habían ensayado.

Al entrar, todos se levantaron, Jorge miraba al cura. No quería mirar a otro lado, por si se daba cuenta de lo que estaba haciendo y acababa desmayándose. Los familiares, a ambos lados del pasillo de la iglesia, se fijaban en Ana. ¿Quién en su sano juicio no lo haría? Notó como Ana aflojaba su mano. Jorge le puso la suya encima.

Cuando llegó al altar y tuvo que dejarla ir, no le costó tanto cómo hubiese creído en un principio. Pero no pudo evitar mirarla una vez más a los ojos. Jorge nunca vio tanta felicidad y aunque estaba convencido de que eso no acababa así,  no para ellos dos, no pudo sino desear que le durase tanto como le fuese posible.


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