Jorge llevaba cinco minutos pensando en por qué
había dicho lo que había dicho. Qué necesidad había. No podía estarse callado;
tenía que mirarla a los ojos y decírselo. Tenía que ser ahí mismo, en el metro,
delante de todos aquellos desconocidos, envalentonado en el anonimato,
encaprichado del instante donde supo, con una certeza que no había tenido
nunca, que la deseaba, que quería hacerle el amor en las infinitas esquinas de
este mundo redondo. Donde le dijo, en un ataque de pueril adolescencia tardía:
“Te quiero, Ana.”
Ana,
reaccionó rápido: “Tengo que bajarme aquí, mañana hablamos”, le dijo mientras
le plantaba el protocolario beso en la mejilla. A Jorge aún le quedaban unos
minutos hasta casa.
No paraba de
rememorar el momento. Intentando descifrar su rostro, intentando deducir de los
detalles de su reacción cuál podría ser su respuesta.
Al
pronunciar las palabras, Ana enmudeció; lo que era normal y no indicaba ni si
le sentó bien ni mal, sólo sorpresa. Pero Jorge no pudo evitar pensar en cómo
se le inflaron los ojos, como se humedecieron y le miraron con ternura, antes
de cerrarse y volver a su expresión normal. Lo que fuera que pensó Ana fue
rápido.
Y entonces,
su parte más razonable, se dejó de sutilezas y, cómo sacado de un pozo negro,
un pensamiento le heló hasta lo más hondo: “Si hubiese respondido positivamente
no se hubiese bajado del metro.” Qué
estúpido había sido. Pensar que Ana le correspondería… Maldito Arturo y sus
ideas.
****
Jorge
llegaba tarde al trabajo, al sentarse en su puesto, se dio cuenta que Ana le
hacía señas.
—¿Dónde te
has metido? Te espere un buen rato en el metro.
—Gracias por
cubrirme. Un consejo: cuando te digan que no metas un gato en una tostadora,
hazles caso.
—¿Pero qué ha
pasado?
—Llevaba
bastantes días sin limpiar la tostadora, así que el gato debió oler algo que le
gustó. Cuando llegué el gato corría en llamas por toda la habitación. En fin,
una locura.
—Bueno…ahora
puedes fardar de ser la persona que ha estado más cerca de tener un pokemon. —dijo Ana
mientras volvía a machacar el teclado. Aún sonría cuando Jorge dejó de mirarla.
Sólo Ana
podía soltar una parida así y seguir siendo la más guapa de la oficina. Al rato
se levantó y fue a servirse un café. El café no le gustaba particularmente, y
menos de aquella máquina infernal, pero desde allí podía observar a Ana. Podía
ver cómo jugaba con el cable del teléfono, cómo mordisqueaba el bolígrafo con
aquellos labios gruesos, rosados,
delicados, jugosos…
—¡Jorge!
—Hola, Arturo.
—Aparte de
Ana y Arturo, Jorge no solía hablar con nadie más en aquel purgatorio; salvo la
típica conversación sobre el tiempo, o la crisis.
—Me ha contado
Ana lo del gato, ¡ha tenido que ser la hostia!
—Sí, sí… —claro, Ana.
Dios, tengo que conseguir quedar con ella.
—Tio, ya
estás otra vez embobado. ¿Por qué no le pides salir?
Jorge le miró sorprendido, al menos, intentó aparentar sorpresa.
—¿Pero qué dices?
—Si lo sabe
media oficina. Dile de quedar y ya está. Si sale bien, genial, y si no, puedes
pasar página de una vez y venirte conmigo al Coliseum.
Arturo
llevaba años intentando llevar a Jorge a aquel burdel.
—¿Tú crees?
—Claro.
Hombre, tendrás que vestirte mejor para que te dejen pasar —a Arturo se
le iluminaba la cara de pensar en aquel lugar—. No veas que
mujeres.
—No, no, me
refería a Ana. ¿ Crees que ha oído esos chismorreos?
—¿Qué si lo
sabe? Seguro que está esperando a que se lo pidas.
****
Jorge
aceleraba su Vespino, recorriendo las calles más rápido de lo que consideraba
prudente. La faja del esmoquin no le
dejaba coger una postura cómoda mientras conducía la moto. En cualquier caso,
llegaba más o menos puntual. Al bajarse y quitarse el casco, creyó oír el
inicio de la música. Entró corriendo y al abrir las puertas Ana le esperaba,
vestida de blanco, entallada… preciosa.
—Llevas los
anillos. —Jorge asintió, intentando sobreponerse a la agitación del momento—. Por un momento pensé que no llegabas.
—Vamos —Ana se
agarró del brazo izquierdo y marcharon al son de la música. Cómo tantas veces
habían ensayado.
Al entrar,
todos se levantaron, Jorge miraba al cura. No quería mirar a otro lado, por si se daba
cuenta de lo que estaba haciendo y acababa desmayándose. Los familiares, a
ambos lados del pasillo de la iglesia, se fijaban en Ana. ¿Quién en su sano
juicio no lo haría? Notó como Ana aflojaba su mano. Jorge le puso la suya
encima.
Cuando llegó
al altar y tuvo que dejarla ir, no le costó tanto cómo hubiese creído en un
principio. Pero no pudo evitar mirarla una vez más a los ojos. Jorge nunca vio
tanta felicidad y aunque estaba convencido de que eso no acababa así, no para ellos dos, no pudo sino desear que le
durase tanto como le fuese posible.
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