Hace unas semanas estuve ciervo y
descubrí que, por el mero hecho de vivir a menos de siete millas de la
catedral, podía conseguir un carnet con el que entrar gratis todas las veces
que quisiese. Desde entonces me gusta pasearme por allí y observar las tumbas de los santos caídos. La tapa de estas tumbas suele ser una
escultura en mármol pulido del muerto. Más de una vez me he quedado un rato
esperando a que se levantasen y me maldijesen en latín.
Hoy no habrá paseo, hoy está
prohibido. Hay ceremonia. La mujer anciana de la entrada me ha informado que su
santidad el arzobispo bautizará a un minusválido mental.
Me siento en la última fila,
intento centrarme en la arquitectura pero el cuerpo adulto, de ese niño de
mente, me tiene absorto. Al pobre se le ve bastante alterado. Va de la mano de
la que supongo será su madre, vestido con un elegante traje. Comienza a
balbucear cosas que no entiendo, cosas que se elevan por encima de la voz de altavoz
del arzobispo. La madre le acaricia aunque no parece calmarse.
Toca hundir la cabeza en la pila,
el hombrecillo se resiste y antes de gritar: “te pille”, el muchacho le propina un puñetazo de toro al arzobispo.
El arzobispo cae de culo, se levanta un gran grito de la multitud congregada y
el guardaespaldas, un mastodonte de traje oscuro, se tira encima del retrasado.
El arzobispo se levanta y se coloca la túnica. Todos aspiramos y aspiramos aire
esperando su respuesta. Hace un gesto con la mano, ordenando al trajeado que
levante al muchacho. El trajeado obedece y lo pone de pie. El arzobispo los
encara y con un golpe de cobra acierta a su protector en el hombro, tal como
hizo el subnormal hace unos instantes. El arzobispo sale corriendo, el gorila no sabe qué hacer, mira a su alrededor,
mientras suelta al detenido que echa también a correr. El gorila, que parece
haber entendido algo, se abalanza a la multitud y cae con su enorme puño en un
señor que está demasiado gordo para apartarse a tiempo. La muchedumbre se
levanta y el suelo sacro se convierte en un patio de colegio.
Yo también corro, pero para esconderme de toda esa locura. Encuentro refugio detrás del mostrador de souvenirs. ¿Qué está pasando? Es como si la realidad se hubiese desmoronado y las leyes del mundo normal se hubiesen sustituido por un pillapilla frenético, un correquetepillo a muerte. Hace tiempo que dejé de ser creyente pero siempre entendí que aquellos lugares había que respetarlos, que había reglas no escritas sobre cómo había que comportarse pero, ¿dónde las aprendí?, ¿qué razón había para no tomar partido en ese evento único que estaba pasando a mis espaldas? A fin de cuentas, quién ponemos las reglas somos nosotros.
Yo también corro, pero para esconderme de toda esa locura. Encuentro refugio detrás del mostrador de souvenirs. ¿Qué está pasando? Es como si la realidad se hubiese desmoronado y las leyes del mundo normal se hubiesen sustituido por un pillapilla frenético, un correquetepillo a muerte. Hace tiempo que dejé de ser creyente pero siempre entendí que aquellos lugares había que respetarlos, que había reglas no escritas sobre cómo había que comportarse pero, ¿dónde las aprendí?, ¿qué razón había para no tomar partido en ese evento único que estaba pasando a mis espaldas? A fin de cuentas, quién ponemos las reglas somos nosotros.
Cuando me levanto, todo el mundo
ha recobrado su lugar: el arzobispo derrama agua sobre la cabeza del retrasado,
para gozo y espectáculo de los asistentes. Por un momento dudo que haya
ocurrido de verdad, pero veo como los espectadores se secan el sudor y retoman
el aliento. No me atrevo a sentarme otra vez. Avergonzado por mi cobardía,
salgo de la catedral y vuelvo a mi casa.
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