15 junio, 2014

Suelo Sacro


Hace unas semanas estuve ciervo y descubrí que, por el mero hecho de vivir a menos de siete millas de la catedral, podía conseguir un carnet con el que entrar gratis todas las veces que quisiese. Desde entonces me gusta pasearme por allí y observar las tumbas de los santos caídos. La tapa de estas tumbas suele ser una escultura en mármol pulido del muerto. Más de una vez me he quedado un rato esperando a que se levantasen y me maldijesen en latín.

Hoy no habrá paseo, hoy está prohibido. Hay ceremonia. La mujer anciana de la entrada me ha informado que su santidad el arzobispo bautizará a un minusválido mental.

Me siento en la última fila, intento centrarme en la arquitectura pero el cuerpo adulto, de ese niño de mente, me tiene absorto. Al pobre se le ve bastante alterado. Va de la mano de la que supongo será su madre, vestido con un elegante traje. Comienza a balbucear cosas que no entiendo, cosas que se elevan por encima de la voz de altavoz del arzobispo. La madre le acaricia aunque no parece calmarse.

Toca hundir la cabeza en la pila, el hombrecillo se resiste y antes de gritar: “te pille”, el muchacho le propina un puñetazo de toro al arzobispo. El arzobispo cae de culo, se levanta un gran grito de la multitud congregada y el guardaespaldas, un mastodonte de traje oscuro, se tira encima del retrasado. El arzobispo se levanta y se coloca la túnica. Todos aspiramos y aspiramos aire esperando su respuesta. Hace un gesto con la mano, ordenando al trajeado que levante al muchacho. El trajeado obedece y lo pone de pie. El arzobispo los encara y con un golpe de cobra acierta a su protector en el hombro, tal como hizo el subnormal hace unos instantes. El arzobispo sale corriendo, el gorila  no sabe qué hacer, mira a su alrededor, mientras suelta al detenido que echa también a correr. El gorila, que parece haber entendido algo, se abalanza a la multitud y cae con su enorme puño en un señor que está demasiado gordo para apartarse a tiempo. La muchedumbre se levanta y el suelo sacro se convierte en un patio de colegio.

Yo también corro, pero para esconderme de toda esa locura. Encuentro refugio detrás del mostrador de souvenirs. ¿Qué está pasando? Es como si la realidad se hubiese desmoronado y las leyes del mundo normal se hubiesen sustituido por un pillapilla frenético, un correquetepillo a muerte. Hace tiempo que dejé de ser creyente pero siempre entendí que aquellos lugares había que respetarlos, que había reglas no escritas sobre cómo había que comportarse pero, ¿dónde las aprendí?, ¿qué razón había para no tomar partido en ese evento único que estaba pasando a mis espaldas? A fin de cuentas, quién ponemos las reglas somos nosotros.

Cuando me levanto, todo el mundo ha recobrado su lugar: el arzobispo derrama agua sobre la cabeza del retrasado, para gozo y espectáculo de los asistentes. Por un momento dudo que haya ocurrido de verdad, pero veo como los espectadores se secan el sudor y retoman el aliento. No me atrevo a sentarme otra vez. Avergonzado por mi cobardía, salgo de la catedral y vuelvo a mi casa.


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