02 enero, 2017

Reencuentro en Navidad o el café de la muerte

 «No, elígelo tú, Julia, que tú sabes lo que le gusta a Juan», «no sé qué regalarle a mis padres, hazlo tú que los conoces mejor», «mamá, ha salido la nueva consola con el Destroyer IV, ¿me la compras?¿porfi?¿porfi?¿porfi?», «he visto un bolso, mamá, que me quedaría genial con el vestido de nochevieja del año pasado. Por cierto, quizás puedas comprarme otro vestido también, que este está muy viejo. Eres la mejor mamá del mundo»,«¿Qué vamos a comer esta Nochebuena? Somos como 16»... Julia rumiaba con enfado cada petición que le habían hecho esa navidad. Como siempre, le había tocado a ella hacerlo todo. Odiaba la navidad: la hipocresía de la gente que te felicita y con la que no has hablado en todo el año, el trabajo extenuante de organizarlo todo, cada pequeño detalle, de tirarse los días encerrados en la cocina preparando platos que acaban en tuppers y luego en la basura. La navidad no eran las fechas preferidas de Julia, estaba claro, pero este año iba a ser diferente. Había calculado que entre regalos y comidas se gastaría unos mil euros. Mil euros que este año serían para ella: spas, masajes, ropa, incluso tenía pensado tirarse en paracaidas. Para las comidas encargaría unas pizzas, pero ya está, este año le tocaba a ella.

Julia iba pensando en todo eso cuando se cruzó con la mujer del antiguo jefe de su marido, Elena. Una mujer repelente, estúpida y resabiada, al menos, así se lo había parecido a Julia, a la que siempre había tratado como una sirvienta.

—Mujer, ¡cuánto tiempo! ¡Felices fiestas!
—Hola, Elena.
—Bueno, hija, qué seria. A ver cuando nos tomamos un café, que ya hace mucho que no lo hacemos.

Julia se hizo muy amiga de Elena como favor a su marido, pero una vez que Juan cambió de empresa se deshizo de ella como pudo. No podía soportar más su trato despectivo e insultante.

—Por cierto, sigue Juan trabajando en Iviros. Dicen que no les va muy bien. Tendría que haber aceptado la oferta de mi marido y haberse quedado, al menos haciendo fotocopias se cobra un sueldo.

Y Elena comenzó a reirse con una voz muy aguda, ocultado su sonrisa con el dorso de la mano, en un pobre intento de imitar a las damas de otros tiempos.

—¿Por qué esperar?
—¿Cómo? a Elena se le cortó la risa de golpe.
—Digo, Elena, que por qué esperar a más tarde, tomemos el café ahora.
—Bueno, mujer, no quiero importunarte, seguro que tienes cosas que hacer.
—Que va, que va. Insisto, sólo estaba dando un paseo.

Julia agarró a Elena del brazo, a la que no le dio oportunidad de réplica, y la arrastró hasta la cafetería más cutre que pudo. En una plaza cercana encontró el sitio perfecto, un sitio frecuentado por universitarios, por esos universitarios que no pisan nunca la universidad. Sabía que a Elena aquel ambiente la pondría nerviosa.

Apenas tenían de que hablar. Una vez que se contaron las pocas cosas que tenían en común: la casa, los crios, Juan, la conversación murió en un lánguido silencio incómodo. Elena, nerviosa, intentó acelerar el final de aquella tortura social pidiendo la cuenta, pero cada vez que lo intentaba Julia aprovechaba para introducir otro tema, sólo lo suficiente para que Elena no tuviese excusa para levantarse y en cuanto la notaba más relajada, volvía a matar la conversación, reencontrándose ambas con el silencio y el cruce de miradas.

Julia estaba disfrutando pero no se permitía el lujo de que se le notase, era como un torturador con su víctima, lo mantenía con vida y consciente, pero sólo lo suficiente para que pudiese sentir el dolor. La mujer del ex-jefe llegó a un punto de inflexión al cabo de la hora y decidió batirse en retirada, sin apenas decir adios, dejando un par de billetes de cincuenta euros sobre la mesa, cantidad que sobrepasaba en mucho el coste de un par de cafés solos y un croasant.


Julia no tembló en aceptar el dinero cuando la camarera le acercó la vuelta. Había expuesto la hipocresía que reinaba en aquella fiestas y el destino la había recompensado con casi 100 euros. «Bueno,pensó Julia quizás la navidad exista después de todo».

23 enero, 2015

Amor desordenado

Jorge  llevaba cinco minutos pensando en por qué había dicho lo que había dicho. Qué necesidad había. No podía estarse callado; tenía que mirarla a los ojos y decírselo. Tenía que ser ahí mismo, en el metro, delante de todos aquellos desconocidos, envalentonado en el anonimato, encaprichado del instante donde supo, con una certeza que no había tenido nunca, que la deseaba, que quería hacerle el amor en las infinitas esquinas de este mundo redondo. Donde le dijo, en un ataque de pueril adolescencia tardía: “Te quiero, Ana.”

Ana, reaccionó rápido: “Tengo que bajarme aquí, mañana hablamos”, le dijo mientras le plantaba el protocolario beso en la mejilla. A Jorge aún le quedaban unos minutos hasta casa.

No paraba de rememorar el momento. Intentando descifrar su rostro, intentando deducir de los detalles de su reacción cuál podría ser su respuesta.

Al pronunciar las palabras, Ana enmudeció; lo que era normal y no indicaba ni si le sentó bien ni mal, sólo sorpresa. Pero Jorge no pudo evitar pensar en cómo se le inflaron los ojos, como se humedecieron y le miraron con ternura, antes de cerrarse y volver a su expresión normal. Lo que fuera que pensó Ana fue rápido.

Y entonces, su parte más razonable, se dejó de sutilezas y, cómo sacado de un pozo negro, un pensamiento le heló hasta lo más hondo: “Si hubiese respondido positivamente no se hubiese bajado del metro.”  Qué estúpido había sido. Pensar que Ana le correspondería… Maldito Arturo y sus ideas.

****

Jorge llegaba tarde al trabajo, al sentarse en su puesto, se dio cuenta que Ana le hacía señas.

¿Dónde te has metido? Te espere un buen rato en el metro.

Gracias por cubrirme. Un consejo: cuando te digan que no metas un gato en una tostadora, hazles caso.

¿Pero qué ha pasado?

Llevaba bastantes días sin limpiar la tostadora, así que el gato debió oler algo que le gustó. Cuando llegué el gato corría en llamas por toda la habitación. En fin, una locura.

Bueno…ahora puedes fardar de ser la persona que ha estado más cerca de tener un pokemon. dijo Ana mientras volvía a machacar el teclado. Aún sonría cuando Jorge dejó de mirarla.

Sólo Ana podía soltar una parida así y seguir siendo la más guapa de la oficina. Al rato se levantó y fue a servirse un café. El café no le gustaba particularmente, y menos de aquella máquina infernal, pero desde allí podía observar a Ana. Podía ver cómo jugaba con el cable del teléfono, cómo mordisqueaba el bolígrafo con aquellos labios gruesos,  rosados, delicados, jugosos…

¡Jorge!

Hola, Arturo. Aparte de Ana y Arturo, Jorge no solía hablar con nadie más en aquel purgatorio; salvo la típica conversación sobre el tiempo, o la crisis.

Me ha contado Ana lo del gato, ¡ha tenido que ser la hostia!

Sí, sí… claro, Ana. Dios, tengo que conseguir quedar con ella.

Tio, ya estás otra vez embobado. ¿Por qué no le pides salir?

Jorge le miró sorprendido, al menos, intentó aparentar sorpresa.

¿Pero qué dices?

Si lo sabe media oficina. Dile de quedar y ya está. Si sale bien, genial, y si no, puedes pasar página de una vez y venirte conmigo al Coliseum.

Arturo llevaba años intentando llevar a Jorge a aquel burdel.

¿Tú crees?

Claro. Hombre, tendrás que vestirte mejor para que te dejen pasar a Arturo se le iluminaba la cara de pensar en aquel lugar—. No veas que mujeres.

No, no, me refería a Ana. ¿ Crees que ha oído esos chismorreos?

¿Qué si lo sabe? Seguro que está esperando a que se lo pidas.

****

Jorge aceleraba su Vespino, recorriendo las calles más rápido de lo que consideraba prudente.  La faja del esmoquin no le dejaba coger una postura cómoda mientras conducía la moto. En cualquier caso, llegaba más o menos puntual. Al bajarse y quitarse el casco, creyó oír el inicio de la música. Entró corriendo y al abrir las puertas Ana le esperaba, vestida de blanco, entallada… preciosa.

Llevas los anillos. Jorge asintió, intentando sobreponerse a la agitación del momento—.  Por un momento pensé que no llegabas.

Vamos Ana se agarró del brazo izquierdo y marcharon al son de la música. Cómo tantas veces habían ensayado.

Al entrar, todos se levantaron, Jorge miraba al cura. No quería mirar a otro lado, por si se daba cuenta de lo que estaba haciendo y acababa desmayándose. Los familiares, a ambos lados del pasillo de la iglesia, se fijaban en Ana. ¿Quién en su sano juicio no lo haría? Notó como Ana aflojaba su mano. Jorge le puso la suya encima.

Cuando llegó al altar y tuvo que dejarla ir, no le costó tanto cómo hubiese creído en un principio. Pero no pudo evitar mirarla una vez más a los ojos. Jorge nunca vio tanta felicidad y aunque estaba convencido de que eso no acababa así,  no para ellos dos, no pudo sino desear que le durase tanto como le fuese posible.


03 diciembre, 2014

Tal para cual


A sus trece años, Clamsy, era más alto que su padre, que el mayor de sus hermanos mayores o incluso que la más alta de las puertas de la casa.

A sus trece años, Shorty, no había alzado más que un par de palmos del suelo y era más pequeño que su primo Oliver, que contaba tan solo con seis meses de vida.

Clamsy y Shorty vivían en el mismo pueblo, pero nunca se habían visto. Shorty nunca había entrado en el campo de visión de Clamsy y para Shorty, que no solía levantar la cabeza para no ponerse malo con la magnitud de sus congéneres, Clamsy no era más que otro par de piernas que esquivar.

Hasta que un viernes, treinta años después, cuando Clamsy volvía de recoger manzanas e iba contando su sueldo; un penique, dos peniques, tres... no llegó al cuarto que, rebelde, se le resbaló de sus espigadas manos. El penique fue a parar a la cabeza de Shorty que levantó la vista para quejarse.

—¡A ver si tenemos más cuidado! exclamó Shorty enfadado. Alzó la cabeza todo lo que pudo pero tan solo llegó hasta la cremallera del pantalón de Clamsy.

Clamsy oyó una vocecilla, lejana y aguda, y muy irritada. Agachó la cabeza, después: la dobló un poco más; la barbilla tocaba el pecho pero seguía sin ver nada.

Shorty, superada la impresión inicial, tiró a Clamsy del pantalón, esperando que el gigante se dignase al menos a disculparse.

Clamsy comenzó a andar, y notó cierta molestia en la pierna izquierda, como que le pesaba de más. Ahora le pesaba la derecha. El trasero. ¿Se le habría colado una culebra por el pantalón?

Shorty se encontraba justo delante de la pierna de Clamsy, cuando este comenzó a andar. No pudo esquivarla, así que no le quedó más remedio que subirse a la atracción. Comenzó a trepar, ya que sus débiles gritos no parecían alterar la marcha de aquel hombre.

Cuando la molestia llegó a la espalda, Clamsy se rebuscó con las manos, pero no consiguió encontrar nada. Confundido, se pasó la mano por la frente, y entonces descubrió al viajero infiltrado. Clamsy arqueó las cejas, sorprendido de que puede existir una personilla tan pequeña. La personilla, por su parte, se agarraba a la muñeca, intentado evitar precipitarse al vacío.

¿Usted se cree que estas son formas de tratar a una persona? Shorty nunca había estado en un lugar tan alto.

Lo siento mucho, pero no le había visto.

No le había visto, no le había visto... se burló Shorty.

Permítame que le deje en el suelo.

¡Espere!  dijo Shorty azorado—.  Aquí tiene su penique.

Clamsy siempre había dado por perdido todas las cosas que se le caían. Era tan alto que agacharse para buscarlo le hubiese resultado un esfuerzo enorme, y siempre tuvo el temor de si no quedaría como el árbol caído, que difícilmente se puede volver a trasplantar.

Shorty odiaba las alturas y no porque tuviese vértigo. Aunque aquel punto de vista, comenzaba a convencerle de lo contrario. Se le cruzó un pensamiento, una idea... pero le daba demasiada vergüenza solo mencionarlo. “Qué raro sería. Dos en uno”, pensó Shorty. La suerte fue, que Clamsy pensaba lo mismo y aún sabiendo que tendrían que superar muchos obstáculos, montó al enano en su hombro y éste se agarró bien fuerte.

Desde aquel día, a Clamsy se le siguieron cayendo cosas de las manos, pero recuperó cada una de ellas. Por su parte, Shorty nunca más volvió a alzar la cabeza para hablar con nadie. Y ambos fueron un pelín más felices.


23 junio, 2014

Seres diabólicos


Dos amigos disfrutan de una charla amena y un par de pintas en un pub de C.

Esa tarde hacía mucho calor. Y mucho calor me refiero a un calor de cojones. Así que contra todos mis principios, porque sabes que siempre he odiado al Sol, descorrí las cortinas y abrí la ventana. Pero ni aún así. Así que me tuve que meter una ducha fría, a ver si así. Que por cierto, me tendría que comprar otra toalla porque esas barateras que pillé del Wilko son una mierda. No secan un pijo.

Tío, céntrate.

Son suaves, eso sí. Venga va, me centro se toma un trago de cerveza. Bueno, pues terminé de ducharme, colgué la toalla en su soporte y me metí al salón. Justo cuando pasé por delante de la ventana di una pequeña carrera hacia el dormitorio para que no me viesen los vecinos de enfrente. Macho, es que no están ni a doce metros y las ventanas son gigantes. Más de una vez he pillado al vecino sacándose un mocarro y pegándolo al sofá. A mí no me gustaría que me pillasen en ese momento de intimidad.

Ya bueno, he estado en tú casa, yo también los he visto.

Pues eso, iba hacia el dormitorio y justo escuché un zumbido. Me giré, y en esa dirección...

Le mete otro trago a la pinta. Es demasiado estrés recordarlo.

Era gigante. Como un hijo bastardo de un dragón, ¿sabes? Me miraba a los ojos, sé que lo hacía: yo era su presa y pensaba comerme.

¿El qué?

Un ser de las profundidades del infierno. Y el zumbido...ahora entiendo el miedo que pasaban los vietcoms cuando oían los helicópteros estadounidenses.

¿Pero qué era?

Un abejorro, macho. Un abejorro gigante. Total, que salí corriendo hacía el pasillo. Y cerré la puerta. Pero me di cuenta que no llevaba llaves, joder, estaba desnudo. Agarré la toalla y me la anudé a la mano como se anudan los pandilleros las cadenas para las peleas. Miré por el hueco que deja la puerta, ya sabes que son tan viejas que no cierran bien. La oí moverse hasta que se posó en un cuadro que hizo mi novia sobre unas flores que flotan sobre agua.

A ver, haberlo matado y ya está.

Tú estás loco. Me hubiese esquivado y luego me hubiese picado. Habría muerto al instante, seguro.

¡Qué te va a matar!

Que sí, tío. Cómo sé que no soy alérgico; nunca me he hecho las pruebas, nunca. Me podría haber matado.

Bueno, ¿y qué hiciste?

La idiota se quedó atrapada en la ventana. No paraba de rebotar contra ella. Me agarré los machos y cerré las cortinas para encerrarla. Me vestí, cogí las llaves y el móvil. Y esperé en la entrada hasta que se fue.

Tío, eres un cagao.

Le echa una mirada de incredulidad a su colega.

Tendrías que haber estado allí. Cuando me siento a escribir, a veces lo oigo, en serio. Es como un murmullo: el zumbido. Le he estado dando vueltas, ¿sabes? Quizás nunca salió de la casa y juega a volverme loco.

Claro.

Las abejas son inteligentes, ¿lo sabías? Si desapareciesen, nos extinguiríamos todos. Y además, dicen que son extraterrestres.

El colega mira el vaso vacio.

¿Nos pedimos otra?

20 junio, 2014

Noche planteada


A aquello le quedaban un par de caladas. A las tantas de la madrugada era una putada, ahora tendría que vestirme y salir a buscar un poco más de hierba. Bajé de la cama y rebusqué en el montón de ropa que había en la esquina del dormitorio, al lado del armario, necesitaba algo que ponerme.

Si quieres que tu camello te time ve con pinta de yonki, tampoco vayas demasiado bien vestido no vaya a creerse que tienes pasta. Hay que buscar el punto medio. Pero en aquel amasijo de tela no había punto medio, parecía que una rata se hubiese montado una orgia con toda mi ropa, una orgia coprófaga. 

Tenía ganas de otro peta, pero también tenía pereza, mucha pereza. Me senté en el borde de la cama mientras escuchaba como los vecinos hacían el amor por quinta vez esa noche. Agarré a mi amante: un cartón de vino que sabía como si hubiesen pisado sus uvas ayer, debajo de mi piso, en las mismas alcantarillas. Para el que se lo pregunte: una botella de vino malo son dos cartones de vino. Y el alcohol es alcohol.

La tele se rompió hace unos meses. Un colega me dijo que me lo arreglaría si me dejaba dar por culo. En aquel momento nos reímos. Después me miró fijamente a los ojos un buen rato y me paso la mano por el muslo. Yo le metí tal patada en la boca que sangró por todo el suelo. No lo he vuelto a ver desde entonces. Ya sabe que no hago mariconadas de esas. Si fuese una chica con grandes tetas y un buen culo, quizás le dejaría que me diese por culo con un calzonpolla, después de haberle empujado yo la mierda a ella, claro. Quid pro quo, baby.

Los vecinos se estaban tomando un descanso y, sin aquella música de viento metal que hacía su colchón, el efecto del porro estaba desapareciendo. No me puse más excusas, me vestí y bajé. Al salir del portal me encendí un cigarro. El humo canceroso del tabaco me quitó las náuseas, de hecho tenía hambre. 

18 junio, 2014

Hay diferentes maneras de escribir


Hay diferentes maneras de escribir: está la obvia, con palabras y frases y esas cosas, pero también se escribe cuando una madre soltera decide tener un hijo, un jefe de estado declara la guerra a otro país o una chica le rompe la consola a su novio. A mí me gusta practicar mi posición de muerto. Mi propia simulación de cadáver.

Para hacerlo bien no basta con una buena actuación: respiración, relajación facial,... hay que construir el personaje, darle un trasfondo, al menos, alrededor del momento de la muerte: qué hacía cuando murió, de qué, cuándo, en qué posición,... Es un largo sin fin de detalles. Me recuerda a esos ejercicios en los que se trata de describir algo cada vez más preciso, extendiéndote más, intentando restringir la realidad de ese objeto. Algo que es imposible.

No puedo cambiar de cara ni simular la putrefacción, pero me basta para mi propósito. Mi casa consta tan solo de una entrada y dos habitaciones, comedor y dormitorio, más el baño y la ducha.

Llevo toda la mañana trabajando en el background de mi personaje. Como no me la quiero jugar, al final he optado por un clásico: era joven y brioso, adicto al porno, murió alrededor de las siete de la tarde, cuando al levantarse de la silla para eyacular sobre el papel, que previamente había extendido sobre la mesa, al lado del ordenador, se resbaló con una arruga de la moqueta cayendo sobre el pico de la mesa y desnucándose al instante. Apenas lleva una hora muerto por lo que no ha aparecido el rigor mortis.

Me he colocado una máscara para darle a mi cara un tono más blanquecino, algo sutil, aparte de acentuar con azul las cuencas de los ojos y marcar con un trozo de filete de cerdo la supuesta herida de la cabeza. Con la tierra que utiliza mi novia para las macetas me he manchado los pantalones para simular la liberación de los esfínteres. He colocado una cámara encima del sofá para visualizar bien la escena, quiero comprobar si lo estoy haciendo bien. Practico un par de veces para quedarme tranquilo.

Mientras espero, miro los periódicos online y me meto en mi facebook.

Son las ocho y cuarto, me coloco en  posición. La verdad es que nunca me defrauda: escucho las llaves en la entrada a las ocho y veinte, como siempre. Mi novia ha vuelto del trabajo, está a punto de abrir la puerta que da al comedor. Casi no puedo aguantarme, me concentro en darlo todo, tiene que ser creíble.


17 junio, 2014

Qué difícil es ser un caballero en estos días



Existe cierto tipo de situaciones, que en otrora te establecían como caballero y un hombre de bien. Y que hoy en día te dejan como Farinelli il Castrato (*) en el mejor de los casos.

Pongo en situación:

Visitas a esa amiga, que nunca fue mucho más que eso: una buena amiga que ahora vive en otra ciudad. Tenéis un fin de semana bastante completo, pero con una sorpresa imprevista que de vez en cuando os viene a joder, a dar por culo bien dado: ella se ha enamorado pero no es correspondida. Y es que ahí está el problema, en esa última parte, esa falta de correspondencia que la ha vuelto un poco loca.

Ya sea por falta de espacio, que en un piso de 70 m2 para tres inquilinos es más que comprensible (ella y sus dos compañeros), o porque simplemente donde hay confianza, la hay, duermes en su cama. Y ella a tu lado.

 Antes de meteros, te pregunta si no te importa que duerma en bragas. Ya la has visto casi desnuda más de una vez, y según sus palabras: “eres como mi hermano”. Porque un tío nunca diría eso. Permíteme el inciso, si ya es difícil demostrar que solo tienes una amistad con una tía, es decir, probar la existencia de la amistad pura entre chico y chica, demostrar un sentimiento fraternal entre ambos es imposible (a un tío siempre le apetece). Ese día, que se me ha olvidado contarlo, habéis salido de fiesta, ella se cruzó con su enamorante pero que no quiso hacer de enamorado. Y si quizás a partir de ese momento la fiesta se acabó, el alcohol y la conversación de turno, no.

Dicho esto, volvamos a la cama, donde dormís ambos. A eso de la media hora o una hora de estar en el sobre, notas una mano, algo fría y de una humedad salina, que te toca donde te gusta que te toquen. Ella te habla, y te llegan sus palabras, su despecho, su aliento aun etílico  y sus besos faltos de amor, y piensas: "ahora, ¿qué coño hago yo?". Porque lo primero que habla es el cuerpo, que entiende mucho, y te dice: "déjate llevar". Aunque más que decírtelo el cuerpo es un personaje de acción, así que actúa, y sientes al árbol que tienes a media altura crecer. Pero el cerebro, que es como uno de esos inspectores de hacienda que llegan tarde a los casos de corrupción, te dice "Achtung" (porque desde Kant la razón paso a ser germana). Veamos como sucede a pie de cama:

—No, Elena —le dices.

Elena no te habla, su cuerpo caliente sí, no para de hablarte, es un monologuista incansable que no deja dialogar. Así que la apartas con cuidado, suave pero con intención, como el empujón de un niño.

—Pero, ¿por qué no? —te pregunta.

Ahora es el turno de Immanuel, y sueltas esa serie de razonamientos que ni tú te los crees.

—Porque si lo hiciésemos. Imagina que lo hiciésemos —así que te lo imaginas, porque esto ya es más para ti que para ella—. Lo haríamos sólo por una razón: porque nos apetece. Y hay muchas razones por las que no hacerlo: ¿no te parece que tenemos una buena amistad? A mí, y seguro que tú también piensas así, no me apetecería joderla por el sexo, además de que estás pilladísima por ese chico y que estás borracha. Y yo también estoy borracho... Es mejor que no lo hagamos.

Y te quedas en silencio, y ves como has puesto a la pequeña germana, que tiene Elena dentro de la cabeza, a trabajar. Tú, desnutrido por el esfuerzo, esperas que insista y te puedas alimentar de ese pequeño gran deseo que te consume. Os miráis un buen rato, y habla ella:

—Pero... —y hace un último intento, desganado, sin alma. Que sabes que si lo aprovechases, ahora serías tú el rechazado. Así que esperas.

Ella se da media vuelta. Y te quedas solo en la cama acompañado, pensando que en otro tiempo por algo así serías un héroe de novela (romántica al menos); un caballero de capa, frac y chistera. Pero que ahora no eres más que el conejo que sale del sombrero. Y que mañana vendrá la mofa, que puedes haber perdido a una amiga por no haber sabido consolarla y...

—Al menos, déjame que te abrace —te susurra.

Y con esa suplica y el abrazo fraternal, cálido y de la ternura navideña que lo acompaña, cierras los ojos. Y al rato te duermes.


Farinelli Il Castrato
(*): Término campechano, originario de la región de la huerta de Murcia con influencias italianas. Viene a significar: “mariquita, gilipollas”. Entendiéndose ambos términos en el sentido hispánico de: “dejar pasar una oportunidad”. Totalmente inventado, por cierto.