«No, elígelo tú, Julia, que tú sabes lo que le gusta a Juan»,
«no sé qué regalarle a mis padres, hazlo tú que los conoces
mejor», «mamá, ha salido la nueva consola con el Destroyer IV,
¿me la compras?¿porfi?¿porfi?¿porfi?», «he visto un bolso,
mamá, que me quedaría genial con el vestido de nochevieja del año
pasado. Por cierto, quizás puedas comprarme otro vestido también,
que este está muy viejo. Eres la mejor mamá del mundo»,«¿Qué
vamos a comer esta Nochebuena? Somos como 16»... Julia rumiaba con
enfado cada petición que le habían hecho esa navidad. Como siempre,
le había tocado a ella hacerlo todo. Odiaba la navidad: la
hipocresía de la gente que te felicita y con la que no has hablado
en todo el año, el trabajo extenuante de organizarlo todo, cada
pequeño detalle, de tirarse los días encerrados en la cocina
preparando platos que acaban en tuppers y luego en la basura.
La navidad no eran las fechas preferidas de Julia, estaba claro, pero
este año iba a ser diferente. Había calculado que entre regalos y
comidas se gastaría unos mil euros. Mil euros que este año serían
para ella: spas, masajes, ropa, incluso tenía pensado tirarse en
paracaidas. Para las comidas encargaría unas pizzas, pero ya está,
este año le tocaba a ella.
Julia iba pensando en todo eso cuando se cruzó con la mujer del
antiguo jefe de su marido, Elena. Una mujer repelente, estúpida y
resabiada, al menos, así se lo había parecido a Julia, a la que
siempre había tratado como una sirvienta.
—Mujer, ¡cuánto tiempo! ¡Felices fiestas!
—Hola, Elena.
—Bueno, hija, qué seria. A ver cuando nos tomamos un café, que
ya hace mucho que no lo hacemos.
Julia se hizo muy amiga de Elena como favor a su marido, pero una vez
que Juan cambió de empresa se deshizo de ella como pudo. No podía
soportar más su trato despectivo e insultante.
—Por cierto, sigue Juan trabajando en Iviros. Dicen que no les
va muy bien. Tendría que haber aceptado la oferta de mi marido y
haberse quedado, al menos haciendo fotocopias se cobra un sueldo.
Y Elena comenzó a reirse con una voz muy aguda, ocultado su sonrisa
con el dorso de la mano, en un pobre intento de imitar a las damas de
otros tiempos.
—¿Por qué esperar?
—¿Cómo? —a
Elena se le cortó la risa de golpe.
—Digo, Elena, que por qué esperar a más tarde, tomemos el café
ahora.
—Bueno, mujer, no quiero importunarte, seguro que tienes cosas
que hacer.
—Que va, que va. Insisto, sólo estaba dando un paseo.
Julia agarró a Elena del brazo, a la que no le dio oportunidad de
réplica, y la arrastró hasta la cafetería más cutre que pudo. En
una plaza cercana encontró el sitio perfecto, un sitio frecuentado
por universitarios, por esos universitarios que no pisan nunca la
universidad. Sabía que a Elena aquel ambiente la pondría nerviosa.
Apenas tenían de que hablar. Una vez que se contaron las pocas cosas
que tenían en común: la casa, los crios, Juan, la conversación
murió en un lánguido silencio incómodo. Elena, nerviosa, intentó
acelerar el final de aquella tortura social pidiendo la cuenta, pero
cada vez que lo intentaba Julia aprovechaba para introducir otro
tema, sólo lo suficiente para que Elena no tuviese excusa para
levantarse y en cuanto la notaba más relajada, volvía a matar la
conversación, reencontrándose ambas con el silencio y el cruce de
miradas.
Julia estaba disfrutando pero no se permitía el lujo de que se le
notase, era como un torturador con su víctima, lo mantenía con vida
y consciente, pero sólo lo suficiente para que pudiese sentir el
dolor. La mujer del ex-jefe llegó a un punto de inflexión al cabo
de la hora y decidió batirse en retirada, sin apenas decir adios,
dejando un par de billetes de cincuenta euros sobre la mesa, cantidad
que sobrepasaba en mucho el coste de un par de cafés solos y un
croasant.
Julia no tembló en aceptar el dinero cuando la camarera le acercó
la vuelta. Había expuesto la hipocresía que reinaba en aquella
fiestas y el destino la había recompensado con casi 100 euros.
«Bueno,—pensó
Julia—
quizás la navidad exista después de todo».