A sus trece años, Clamsy, era más alto que su padre, que
el mayor de sus hermanos mayores o incluso que la más alta de las puertas de la
casa.
A sus trece años, Shorty, no había alzado más que un par
de palmos del suelo y era más pequeño que su primo Oliver, que contaba tan solo
con seis meses de vida.
Clamsy y Shorty vivían en el mismo pueblo, pero nunca se
habían visto. Shorty nunca había entrado en el campo de visión de Clamsy y para
Shorty, que no solía levantar la cabeza para no ponerse malo con la magnitud de sus congéneres, Clamsy no era
más que otro par de piernas que esquivar.
Hasta que un viernes, treinta años después, cuando Clamsy
volvía de recoger manzanas e iba contando su sueldo; un penique, dos peniques, tres...
no llegó al cuarto que, rebelde, se le resbaló de sus espigadas manos. El
penique fue a parar a la cabeza de Shorty que levantó la vista para quejarse.
—¡A ver si tenemos más cuidado! —exclamó Shorty enfadado. Alzó la cabeza todo
lo que pudo pero tan solo llegó hasta la cremallera del pantalón de Clamsy.
Clamsy oyó una vocecilla, lejana y aguda, y muy irritada.
Agachó la cabeza, después: la dobló un poco más; la barbilla tocaba el pecho
pero seguía sin ver nada.
Shorty, superada la impresión inicial, tiró a Clamsy del
pantalón, esperando que el gigante se dignase al menos a disculparse.
Clamsy comenzó a andar, y notó cierta molestia en la
pierna izquierda, como que le pesaba de más. Ahora le pesaba la derecha. El
trasero. ¿Se le habría colado una culebra por el pantalón?
Shorty se encontraba justo delante de la pierna de Clamsy,
cuando este comenzó a andar. No pudo esquivarla, así que no le quedó más
remedio que subirse a la atracción. Comenzó a trepar, ya que sus débiles gritos
no parecían alterar la marcha de aquel hombre.
Cuando la molestia llegó a la espalda, Clamsy se rebuscó
con las manos, pero no consiguió encontrar nada. Confundido, se pasó la mano
por la frente, y entonces descubrió al viajero infiltrado. Clamsy arqueó las
cejas, sorprendido de que puede existir una personilla tan pequeña. La
personilla, por su parte, se agarraba a la muñeca, intentado evitar
precipitarse al vacío.
—¿Usted
se cree que estas son formas de tratar a una persona? —Shorty nunca había
estado en un lugar tan alto.
—Lo
siento mucho, pero no le había visto.
—No
le había visto, no le había visto... —se
burló Shorty.
—Permítame
que le deje en el suelo.
—¡Espere! —dijo
Shorty azorado—. Aquí tiene su penique.
Clamsy siempre había dado por perdido todas las cosas que
se le caían. Era tan alto que agacharse para buscarlo le hubiese resultado un
esfuerzo enorme, y siempre tuvo el temor de si no quedaría como el árbol caído,
que difícilmente se puede volver a trasplantar.
Shorty odiaba las alturas y no porque tuviese vértigo.
Aunque aquel punto de vista, comenzaba a convencerle de lo contrario. Se le
cruzó un pensamiento, una idea... pero le daba demasiada vergüenza solo
mencionarlo. “Qué raro sería. Dos en uno”, pensó Shorty. La suerte fue, que
Clamsy pensaba lo mismo y aún sabiendo que tendrían que superar muchos
obstáculos, montó al enano en su hombro y éste se agarró bien fuerte.
Desde aquel día, a Clamsy se le siguieron cayendo cosas de
las manos, pero recuperó cada una de ellas. Por su parte, Shorty nunca más
volvió a alzar la cabeza para hablar con nadie. Y ambos fueron un pelín más
felices.
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